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LECCION XIII. Deberes de los Médicos en las Epidemias y en las Enfermedades Contagiosas.

 

Hola, yo soy el Dr. Ligio Wilberth Pino Yunes y retomo la deontología como materia de estudio en estas 30 lecciones de las cuales esta es una, inspirado en un libro de 1852 escrito por el Dr. Max Simon. En francés y latín; Al considerar que hoy mas que nunca la deontología debe ser materia obligatoria de estudio de todo Médico y de utilidad para todo paciente que por lo menos sabrá que debe esperar la próxima vez que visite a su Médico. Espero sea de su agrado y de utilidad para usted y su familia.

 

NOTA: Recuerde que la siguiente transcripción corresponde a una obra maestra de 1852 no pretende ser guía de práctica clínica, sino incrementar el acervo y el criterio, si bien en algunas cuestiones es escalofriantemente vigente.   

 


Deontología Medica

LECCION XIII

Deberes de los médicos en las epidemias y en las enfermedades contagiosas.

 

Las epidemias son el campo de batalla de los médicos. Mientras que el temor a la enfermedad suspende, o amortigua a lo menos, la mayor parte de las relaciones sociales es necesario que haciendo callar en su alma los temores legítimos que puedan inspirarle los temores que le amenazan, estudie impasible como la ciencia misma, los caracteres del mal, las diversas formas con que pueda presentarse, y que procure a toda costa fijar a la vez la profilaxis y los medios curativos mas racionales. Si en medio de estas calamidades el terror llega a penetrar en su alma, paraliza todas las facultades de su pensamiento, y le hace incapaz de servir a la sociedad en unos momentos en que funda en la ciencia que él profesa sus principales esperanzas. Hay más, y es que el medico con su pusilanimidad no solo priva a la sociedad de los socorros que tiene derecho a reclamar de él, sino que esta ejerce su acción en el circulo de las relaciones de aquel como una especie de contagio moral y se propaga y se extiende después a lo lejos la turbación y el espanto.

 

Basta que el medico declare que una enfermedad epidémica no es contagiosa, para restituir la calma a los espíritus mas abatidos; pero para él, esta convicción no deberá inspirarle tan dulce seguridad. Sabe que las fatigas de su honroso destino, el estado de ansiedad moral en que le colocan las incertidumbres de la ciencia, pueden crear en la una funesta predisposición:

 

Sabe, sobre todo, que llamado a socorrer al enfermo en las diversas circunstancias en las que se halle colocado, corre el riesgo de encontrar un foco de infección, cuyas emanaciones le hieran como el veneno más deletéreo.

 

La persuasión de los peligros a que le exponen las exigencias de su profesión, peligros que acaso alta la ciencia que posee, no arrancara de su imaginación el sentimiento profundo de sus deberes. Despiértase en estas grandes calamidades que de tiempo en tiempo encuentra la especie humana en el camino de la vida, una virtualidad oculta, que estimula el valor de los hombres, cuando la abnegación viene a ser una de las condiciones de salud en la sociedad.  El médico oscuro, que pasa su vida ignorada en medio de las aldeas, como el médico celebre cuya dorada clientela se compone de los ricos y de los poderosos, sienten del mismo modo crecer su entusiasmo y abnegación por la humanidad, en presencia de estas pruebas terribles.

 

El amor de la vida disminuye necesariamente en el corazón del hombre, cuando es objeto de su incesante cuidado conservar a los demás este bien; y esta misteriosa influencia que tal vez rebaje el mérito del sacrificio y del desprecio de la vida, hace fácil el uno y el otro, y los pone al alcance aun de las almas más vulgares.

 

Con todo; por poderosa que sea esta influencia, y por positiva la abnegación que los médicos hayan acreditado en todos los tiempos en medio de estas grandes calamidades públicas, no puede negarse que en algunas de ellas el instinto de conservación ha hablado más alto aveces que el sentido del deber y que les ha arrastrado a desertar cobardemente de su puesto. La historia guarda los nombres de estos y los tiene justamente marcados con el sello de su reprobación. Así es que Galeno, que huyo de roma en los momentos en que una enfermedad desoladora diezmaba a sus habitantes; que Sydhenam, que escapo de Londres cundo la epidemia de 1665 a 1666 se ensañaba tan cruelmente en la capital de Inglaterra, no han podido con toda su gloria borrar la mancha que ha impreso en sus nombres, el olvido de uno de los deberes mas sagrados. Desde Tucídides, que hizo una pintura trágica de la epidemia terrible que asolaba a Atenas por el año 428 antes de la era cristiana, a Papón que siguió la historia de la peste hasta el año 1720, cuando se manifestó en Aix, en la Provenza,

 

La peste de Atenas (1652), por Michael Sweerts.
La peste de Atenas (1652), por Michael Sweerts.

 

No hay un solo historiador que haciendo justicia al valor que los médicos en general desplegaron en medio de tan peligrosas pruebas, no lance su anatema contra la vergonzosa deserción de algunos de ellos. Sin que sea nuestro animo disculpar a todos, séanos permitido creer que las exigencias del drama la necesidad de emociones trágicas, han podido conducir a los poetas epidemiógrafos, tal vez sin saberlo a alterar en este punto la verdad. Cuando se han pintado en un estilo poético las desgarradoras escenas que ofrece una población presa de una epidemia mortífera; las casas herméticamente cerradas, sirviendo de tumba a familias enteras; hijos cayendo al lado se su padre; el niño espirando sobre el frio y agotado seno de la madre moribunda, es muy difícil no completar este retrato con el medico cobarde que huye de esta escena de horror. (1)

 

  Sea esto lo que fuere, y sin querer de ningún modo, ni una vez sola, disculpar una pusilanimidad que la moral condena altamente, no podemos sin embargo escusarnos de manifestar, que en medio del terror general con que el cumulo de ideas erróneas y practicas absurdas sobrecoge a las almas, cuando una enfermedad epidémica viene a caer sobre una población poco ilustrada, no es extraño que los médicos mismos no logren sobreponerse a las múltiples impresiones que se multiplican en derredor suyo, bajo todas las formas.

 

 

 

(1)    A este propósito, dice el mismo M. Papon, honrado historiógrafo de la Provenza, y a quien, si el estro poético no atormento, por cierto, no dejo sin embargo de llamar con tal motivo al Dios inspirador. ´´Esta historia no tendrá como las otras en defecto o del que la escribe: es un conjunto de cuadros poco conocidos, que además del interés que hace de la novedad, preservan el que inspira el terror y la piedad. Esta que se cree leer no es una historia es una tragedia´´ De la peste, o de las épocas memorables de este azote.  Pef. V.  

 

¿No ha llegado el caso, en algunas epidemias, hasta de confinarlos a ciertos barrios de las poblaciones infestadas, considerándolos como focos vivos del contagio? ¿no ha sucedido otras veces, que se les ha marcado con la señal de los sospechosos? Afectada el alma por las funestas impresiones que tal ostracismo debió necesariamente desarrollar en ellos, aun contando con los medios que su ilustrada imaginación les dictaba, es difícil que el terror no sobrepujase en su alma al sentimiento del deber y no les aconsejase una defección que es seguro no tardaron en arrepentirse.

 

Puede compadecerse a los médicos que no encuentran en su alma bastante energía para romper las trabas que opone a su misión benéfica una profilaxis absurda; pero no debe llevarse más allá esta indulgencia, sin faltar gravemente a la moral. Bernier que en el rencoroso folleto que publicó con el título Ensayos Médicos, toca la cuestión de nuestros deberes en los casos de enfermedades contagiosas, declara que el medico no está en conciencia obligado a prestar sus socorros a los enfermos que se hallan en este caso, sino recibe sueldo del Estado, ó si no se trata de algún individuo o familia con quien este comprometido de antemano. (1) Raimundo Vinario contemporáneo de Guy de Chauliac, y que como este ha descrito en las pestes del siglo XIV aconseja a los médicos en estas enfermedades una prudencia que casi toca al olvido de sus mas sagrados deberes, en tan graves circunstancias.

 

M. Combes, sin pretender decidir esta cuestión, hace notar que, si la mayor parte de los médicos huyeron de Génova, cuando la invasión del Cólera, se debió a que desheredados por la ley de los beneficios a los que tenían derecho por la importancia de la misión que ejercían, respondieron en el momento del peligro con una especie de legitimo egoísmo a la ingratitud de su patria. (1) Por lo mismo de que estamos convencidos de que la sociedad, por sus propios intereses , debía rodear de más prestigio y consideración a unos hombres tan espontáneamente benéficos, tan influyentes como los médicos, según esponderemos mas adelante, creemos que es a un manantial mas puro , mas elevado que el reconocimiento y la consideración publica a donde ellos deben ocurrir para alimentar los sentimientos de que ha de estar animados, si han de cumplir bien con las tareas que su misión les prescribe. El medico que no debe ver jamás en el hombre que sufre sino un ser a quien aliviar, ¿cómo había en una calamidad publica de negar a sus conciudadanos, por un rencor pueril, los recursos de arte bienhechor?

 

No: nada; ninguna consideración podrá relevar al medico en medio de los desastres de una epidemia, del deber imperioso de consagrarse completamente a la salud de sus conciudadanos. Os quejáis de que vuestros conocimientos, vuestros diarios sacrificios por el interés general no sean bastante apreciados. Cuando llegue para vosotros el momento solemne de la justicia, de la rehabilitación, levantad la frente: entonces a fuerza de constancia, de heroísmo, obligad a esta sociedad ingrata que en tiempos de tribulación tiembla a vuestros pies, obligadla a que os aprecie, a que os agradezca, a que os admire. Cuando vuestra ciencia se estrella en inútiles tentativas contra una plaga, cuya misteriosa etiología se pierde en el pensamiento insondable de Dios, acreditad que si no tienes en vuestras manos la yerba que cura, tenéis en vuestro corazón el valor que hace frente a los peligros, y la caridad que consuela. Vuestra virtud crecerá en proporción a vuestra ignorancia. 

 

Además, el sacrificarse por la humanidad en medio de todos los peligros en una epidemia desoladora, es un deber que no siempre se impone esta escrito con caracteres indelebles en la conciencia de todos los médicos. Astrue no ha temido asegurar que solo el medico cristiano es capaz de desafiar fríamente la muerte sobre el campo de batalla de una epidemia contagiosa. Reconocemos toda la energía que pueden inspirar las creencias religiosas; pero no hay necesidad de calumniar al alma humana para realzar al cristianismo: aquella y este son obra de Dios. ¿Por qué en estas solemnes pruebas, en estas terribles luchas con la muerte, no ha de encontrar el alma en si misma, algunas de aquellas sublimes inspiraciones, de aquellos sentimientos generosos que vino Jesucristo a recordar a la humanidad dándoles la sanación de su palabra divina? Y Téngase bien en cuanta que no tratamos aquí de la apreciación teológica de un acto humano; estamos hablando simplemente de un hecho cuya exactitud estamos obligados a consignar. Decimos, pues que es de tal naturaleza, tan rigoroso el deber que se impone a los médicos, en las terribles circunstancias que examinamos en este momento, que todos o casi todos hoy día ocupan resueltamente el puesto que su obligación les señala. Cuando la última grande epidemia, que, partiendo de las orillas de Ganges, vino a cernerse sobre la Europa, haciendo en ella tan espantosos estragos, haciendo en ella, tan espantosos estragos. ¿Qué médicos faltaron a los deberes de su peligrosa profesión? Es cierto que su ciencia fue casi impotente contra esta afección terrible: que casi todas sus previsiones salieron fallidas; pero, sin embargo, ellos marcharon con resolución por el caos; ellos se comprometieron osados por en medio de tantas tinieblas. Si el azote fue superior al poder de la ciencia, ellos pusieron al menos el contrapeso de su abnegación, y de este modo inspiraron valor en cuanto les fue posible, a las poblaciones consternadas. ¿Y todos estos médicos eran cristianos? Ciertamente no; pero todos sintieron en aquellos días de duelo, desarrollarse en su alma una fuerza que les hizo desafiar los peligros, y los coloco a la altura de su arriesgada misión. No intentemos con espíritu mezquino empequeñecer esta victoria moral, porque como hemos ya dicho, no es exclusivamente la gloria de una nación: es, si, una de las glorias de la humanidad.

 

Sea cual sea la religión del médico; sean cuales fueren sus opiniones filosóficas, es para él un deber imprescindible consagrarse eternamente a la salud de sus conciudadanos, en esas enfermedades generales en que la vida se reduce a la lucha incesante con la muerte. Aun cuando no encontrase en su corazón el principio de esta consagración por la humanidad, una tradición de honor; que sin deshonra no podrá desatender. La hará para el un deber rigoroso, y esta sublime abnegación, lleva en sí misma la recompensa. El médico generoso, que envuelto en los desastres de una epidemia no se ocupe sino del objeto supremo de la ciencia , que haga callar las cobardes sugestiones del egoísmo para entregarse sin reserva a la sociedad, conseguirá infaliblemente la calma, la tranquilidad de espíritu que constituyen al hombre mas fuerte que el peligro: y he aquí un preservativo mucho mas seguro contra el contagio que las tostadas con vinagre de Silvio, de Leboé y de Diemembroek, los trocitos de sapo de Zwelfer, el perfume occidental de Gavet, (1) las cigarretas alcanforadas de Raspail, o los cloruros de Labarraque.

 

(1)    Id. Est, Stercus Humanum.

 

   Esta seguridad que el medico debe buscar en el cumplimiento del deber; y que es uno de los mejores profilácticos en medio de las afecciones epidémicas o contagiosas, (1) debe también procurar inspirarla por todos los medios posibles, a las poblaciones alarmadas. Sean las que fueren sus intimas convicciones o sus simples conjeturas sobre el carácter de una enfermedad epidémica, siempre debe declararla no contagiosa. Aunque la peste, Dice Senac, fuese todavía mas contagiosa de lo que se la cree, convendría inspirar a los hombres la persuasión de que no se comunica. y esta es la conducta que debe observarse, aun con respecto a la peste, añade Las que cita este pasaje, -¿Cuál deberá ser con respecto a una multitud de enfermedades, que se las da el nombre de contagiosas y no son sino enfermedades ordinarias? (2) Mucho tiempo antes de los notables trabajos que, sobre punto tan importante de doctrina, han hecho algunos contemporáneos, Chirac había emitido ideas que tienen tan intima conexión con nuestro propósito, que no podemos dejar de reproducirlas textualmente. ´´ He creído, dice, que era necesario destruir ciertas ideas confusas de malignidad y de comunicabilidad, que se atribuyen a esas especies de enfermedades, tanto mas cuanto que aun siendo fundadas en razón, causan mayores perjuicios a la sociedad por el terror que esparcen, y las precauciones bárbaras que se adoptan para garantirse del contagio, que si se comunicasen con toda su violencia, sin que los médicos ni el vulgo tuvieran la menor sospecha´´ (3) Stoll, que hiso algunas observaciones en diversos parajes de su Medicina Práctica, y llego hasta la paradoja de negar la comunicabilidad de la misma peste, (4) en otra parte,(5) combate la doctrina que establece la naturaleza contagiosa de la disentería , de la calentura miliar, de las petequias, de la escarlatina, primero porque estaba convencido de la verdad de su opinión, y después por que librar a los mismos médicos de las impresiones del terror, que paraliza en sus manos los recursos del arte.

 

(1)    Nos valemos indistintamente de la palabra afección y enfermedad por que consideramos el estado patológico de una manera abstracta.

 

(2)    Causas de las enfermedades epidémicas; pg. 91.

 

(3)    Fiebre antigua: tom I, pág. 55, citado por Mr. Forget.

 

(4)    Tomo II. pg. 58.

 

(5)    Tomo III. pg. .287.

 

Dudamos que entre los numerosos anticontagionistas que existen hoy en día, se encuentre uno solo que oculte su pensamiento, bajo el velo de la mentira oficial, que parecen dispuestos a aconsejar a los epidemiógrafos algunos de los autores que hemos citado; pero tanto los partidarios de una como los de otra doctrina, todos están acordes de que debe ser declarada no contagiosa toda enfermedad epidémica que acaba de aparecer. Es un deber para todo medico propagar esta idea en el circulo de sus relaciones. Obrando de este modo, concurrirá a establecer en la sociedad una creencia, que al mismo tiempo que ponga al abrigo de este azote a un gran numero de organizaciones impresionables, de individuos aprensivos, sostenga la actividad social y luche contra las flaquezas del egoísmo.

 

Ya hemos dicho antes, que, en medio de las epidemias, como en todas las grandes calamidades públicas, se ve amortiguar en el corazón de los hombres el poderoso instinto que los liga a la vida; pero no todos recogen los mismos frutos de estas pruebas solemnes: no todos saben aprovecharse de esta disposición moral, para elevarse a la virtud. Mientras algunos renuncian sinceramente a un bien que pueden a cada instante perder, y abren su corazón a todas las nobles inspiraciones, hay otros que, rompiendo el yugo de los sentimientos mas naturales, se precipitan en vergonzosos excesos, se coronan de flores y danzan al borde de la tumba que debe a otro día abrirse para ellos. Junto a los primeros que le dan ejemplo de la más sublime abnegación, el medico se sentirá animado en un generoso impulso: junto a los segundos se sentirá las angustias de una indecible compasión. Con su palabra amiga procure, sin embargo, llamar a estos insensatos al sentimiento de la dignidad humana que ultrajan. Algunas expresiones escapadas naturalmente en lo más íntimo del alma, en presencia de tal desorden moral, pueden suspender este delirio del miedo, esta exaltación del amor a la vida, y hacer renacer en el corazón de un padre, de un hijo, de un amigo, el sentimiento de los deberes mas imperiosos de la humanidad. (1)

 

(1)    Hablando Papon de la facilidad con que el hombre olvida sus males y se consuela, dice que en la epidemia de Lyon de 1628: hubo muchos que se entregaron a los mismos placeres que antes, y que muchos se casaron hasta tres veces. cita entre otras a una mujer que se desposo sucesivamente con seis maridos y los enterró a todos uno detrás del otro sin haberse contagiado, añade muy cándidamente ´´esto prueba que ella tenia un temperamento particular, y un gran valor´´ en cuanto a lo primero pase; en cuanto a lo segundo el historiógrafo de la Provenza ha padecido de alguna distracción. ´´el valor era de ellos´´.

 

(2)    Tratado de a enteritis foliculosa, pg. 462.    

 

Muchos Médicos entre ellos el profesor Mr. Forget, (2) han propuesto sustituir las palabras infección y contagio con la de comunicabilidad, en el caso de que sea dudoso el modo de transmisión de la enfermedad. Nosotros creemos que, en este punto, siempre que la ciencia pueda, sin sacrificar la precisión tan necesaria en el lenguaje técnico abstenerse de vulgares denominaciones, debe hacerlo por el interés de la seguridad pública. Aunque las palabras contagio e infección tengan un significado que al buen sentido común no se escapa ya fácilmente expresan sin embargo una idea menos precisa que la denominación que quieren sustituirles, y esto basta para que se conserven en la nomenclatura de la ciencia.

 

Hay todavía un medio para combatir el terror que se apodera de ciertas almas en las grandes epidemias y que el medico no debe descuidar, para asegurar a los enfermos los auxilios de aquellos de sus parientes y sus amigos, que han sido felices que han podido escapar de la enfermedad, y consiste en propagar la idea de que los que una vez han padecido el mal en el grado que sea están al abrigo de un nuevo ataque. Según Papon (1) este convencimiento es el que, en la mayor parte de las epidemias cuya historia describe, hace que haya hombres que se consagren al servicio de los apestados, cuando con tanta frecuencia los abandonan aquellos que debían naturalmente prestarles sus cuidados. Y no debe el medico hacer cundir esta saludable creencia solo en las enfermedades en que, como sucede con la viruela, el sarampión, la calentura tifoidea y otras, parece que ya no ejercen su acción sobre los individuos que otra vez las padecieron; no: debe propagarla con igual celo en las afecciones en que el hombre no goza de tan feliz inmunidad. En una palabra, cuantas menos garantías encuentre la sociedad en el poder de la ciencia contra estas terribles calamidades, mas derecho tiene a contar con la prudencia y la abnegación del médico. En estas condiciones es donde viene a ser la medicina un verdadero sacerdocio. La salud de la sociedad es sin duda el objeto supremo a que debe siempre el medico aspirar, y para alcanzarlo no debe descuidar ninguno de los medios que le suministra la ciencia; pero en medio del terror que la muerte esparce en torno suyo, con frecuencia es el único cuya voz generosa puede despertar algunos nobles sentimientos en los corazones egoístas, en que se han embotado todos los resortes de la sensibilidad; y no podría rechazar este otro deber , que las circunstancias le imponen: tiene obligación , por el contrario de velarse de toda su influencia , para hacer que renazcan en aquellos los sentimientos  que forman la constitución moral de la sociedad.

 

Y no son los peligros que los médicos corren en sus relaciones frecuentes con los enfermos, los únicos que tienen que arrostrar en las epidemias, no: que, en todas partes, y siempre que enfermedades de esta especie se han desarrollado con alguna violencia, han servido de blanco a las calumnias mas absurdas, y algunos de ellos mas de una vez han sido acometidos por un populacho desenfrenado. Durante la peste de Marsella de 1720, según relata Papon, (1) Los médicos se vieron insultados públicamente en las calles: se les acuso de abultar los peligros para hacerse necesarios y enriquecerse, y se dijo que querían explotar el temor de los hombres, como se explota una mina. En Verona, el año 1630, Fr. Gracio y Camilo Giordani se vieron muy cerca de ser apedreados por el pueblo solo por haber certificado la presencia de la peste. En Nápoles, un medico fue condenado a prisión en una circunstancia análoga. Otro del Hospital Emedio-Santilli de Túnez fue castigado a palos de orden del Bey, por haber declarado igualmente la presencia de la epidemia. En Francia cuando la invasión del colero asiático, fueron acusados de ser instrumentos de una infernal maquinación del gobierno, y de envenenar al pueblo, corriendo algunos de ellos por tan absurda imputación el riesgo de pagar con su vida el sacrificio que hacían en obsequio a sus conciudadanos. En España mismo ¿Cuántos peligros de esta especie no los han rodeado en circunstancias idénticas? De este modo el médico no está solo no esta expuesto solo a padecer por su relación con los enfermos, por sus visitas a los hospitales, sitios en que la enfermedad se desenvuelve y mata como una especie de túnica de Deyanira: también se ve amenazada su existencia por un populacho delirante. En estas circunstancias tristemente solemnes, en que parece que dio a retirado del mundo su mano protectora, en que el alma humana se eclipsa y abandona al hombre a los materiales impulsos del organismo, el medico ha menester la mas grande firmeza de espíritu, la más alta virtud, la abnegación mas absoluta para conservarse a la altura de su misión.

 

       (1) Obra citada tom. I, pg 225

 

J. Frank, cuya alma elevada comprendió tan bien el destino social del médico no ha creído rebajar la severidad de la ciencia, mezclando, en su tratado de medicina práctica, los preceptos de la moral, a los preceptos del arte. Lo que dice, a propósito de los deberes del medico en las enfermedades contagiosas, servirá de resumen a todo o que hemos consignado en esta lección:

 

Antes pues de consagrarse al cuidado de los enfermos, dice este hombre ilustre, deben los médicos estudiarse a si propios a fin de averiguar si son o no capaces de cumplir lo que de ellos exige este compromiso. Considerarán el peligro continuo a que va a verse expuesta su vida: y que después de este examen, ya vivan ya mueran, encuentren el pacer en la sublime idea de que ellos se deben a dios, a la caridad, a su propia vocación. (1)  

 

(1)    Patología interna, tomo I, pag. 575.

 

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